Autor: Lorenzo Soliz (*)
Fecha: 18/12/2014
Con el propósito de enfrentar el cambio climático (en rigor crisis climática, porque ha sido provocada) en 1994 se puso en vigencia la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (CMNUCC), que busca reducir las concentraciones de gases de efecto invernadero (GEI) que aumentan la temperatura de la Tierra. Desde entonces se designó a la Conferencia de Partes (COP, por sus siglas en inglés) como la instancia de decisión de la convención en la que participan 195 países.
La COP20 llevada a cabo recientemente en Lima, Perú, por sus magros resultados evidencia que prácticamente se han desperdiciado dos décadas sin afrontar de manera efectiva la crisis climática, porque han primado intereses de países o bloques de países por mantener sus actuales sistemas económicos y productivos, sus formas de consumo y estilos de vida que estimulan la extracción y degradación de los recursos naturales, con niveles imparables de contaminación y emisión de GEI.
Mientras continúan año a año los debates en la COP, la crisis climática está afectando al planeta, a la población, a los sistemas de vida, a la biodiversidad y a las fuentes de agua. Empero, quien más dramáticamente es afectada es la población más vulnerable, porque se agravan aun más sus ya depauperadas condiciones de vida, sobre todo de los más de 2.500 millones de habitantes rurales en el mundo que soportan nuevas formas de afectación a sus sistemas productivos, alimentarios, fuentes de empleo y de generación de sus ingresos. Más aún las mujeres rurales, quienes aportan entre 60 y 80% a la producción de alimentos. Entretanto, la disminución de la capacidad productiva de esta población y la escasa atención de los Estados a este sector es terreno fértil para la expansión de la producción agroindustrial y de los agrocombustibles.
Éstos y tantos otros efectos no parecen inmutar a quienes verdaderamente tienen capacidad de decidir en las COP. Por supuesto que hay responsabilidades históricas de los países desarrollados en el calentamiento global, y quienes más han contaminado el planeta deben asumir su responsabilidad de contribuir a enfrentar la crisis climática. Empero, simultáneamente, todos sin excepción deben también disminuir las actuales tasas de emisiones de GEI y no escudarse en el fácil argumento de la deuda climática de los países desarrollados. Pero ello requiere, como se dijo arriba, de cambios sustantivos en los modelos de desarrollo y en los modos de vida y hábitos de consumo.
En el documento de la COP20 se ha incluido el corte de emisiones de gases, reducción de la deforestación, inversión en energías renovables y adaptación de las industrias, pero sin establecer cómo se ejecutará esto. Igualmente, los países estarán obligados a presentar propuestas de mitigación de los efectos dañinos hasta 2015. Dicho documento es base para el acuerdo mundial a ser firmado en 2015 en París, y que entraría en vigencia en 2020 para evitar que la temperatura del planeta aumente más de 2ºC hasta fines de este siglo.
Sería injusto concluir sin reconocer todos los esfuerzos realizados y en curso por tantas organizaciones, hombres y mujeres alrededor del mundo por cambiar sus prácticas y hábitos para afrontar los efectos de la crisis climática, sus medidas y acciones para disminuir la afectación, presión y agresión al ambiente. Igualmente, sus debates y propuestas de otras formas alternativas de desarrollo, como la de la Cumbre de los Pueblos, efectuadas en paralelo a la COP20. Esfuerzos que los Estados deben respaldar, apoyar y fortalecer.
(*) Lorenzo Soliz es Director General de CIPCA
Artículo publicado el día jueves 18 de diciembre en La Razón
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