Autor: (*) Amilcar Zambrana
Fecha: 02/09/2011
Con la constatación de los innegables impactos ambientales que, según estudios sobre el tema[1], provocará la carretera entre Villa Tunari y San Ignacio de Moxos en el hábitat natural y los ecosistemas del Parque Nacional y a la vez, Territorio Indígena TIPNIS.
Entre ellos: la afectación del área de recarga de los acuíferos[2], como de las áreas alta y baja de los ríos Sécure e Isiboro, que en su conjunto dan abrigo al mayor reservorio existente de bosque y vida animal sudamericanos; el presente artículo aborda el problema de la construcción de la mencionada carretera ya no en sus implicaciones medioambientales, económicas o políticas (aunque la vinculación de este proyecto con los intereses geopolíticos del Brasil y de las empresas transnacionales es evidente), sino en sus implicaciones socioculturales, ya que, como demostraremos, lo que está en peligro es la capacidad de los Pueblos Indígenas afectados de enfrentar la inminente trasformación de su hábitat natural, pues si bien durante cientos de años han logrado adaptarse a las condiciones de su medio ambiente, y para ello han desarrollado complejos sistemas de conocimiento sobre botánica, medicina, cacería, recolección de frutos, pesca o agricultura, los cambios provocados por la bifurcación de su territorio (mediante el terraplén caminero) y la implementación de sistemas productivos nocivos ante la diversidad ecológica, mediante el ingreso[3] de nuevas colonias cuyas ideologías y prácticas están desprovistas de los mecanismos culturales necesarios para sostener una relación socioeconómica armónica con los ecosistemas amazónicos, lo cual, para los nativos de tierras bajas, coartará su capacidad de reproducción social y cultural, sin considerar la capacidad de regeneración del entorno ambiental.
Para nuestro análisis, coincidimos con Crespo (2006)[4] al asumir que tanto el tiempo como el espacio son el producto de una construcción social y que como tal difieren de un grupo a otro, puesto que cada sociedad construye sus particulares conceptos de ellos a partir de su experiencia concreta de ocupación, modificación y control físico en el tiempo. Así, mientras que en las sociedades occidentales (o fuertemente influidas por la cultura occidental como la sociedad urbana de Bolivia) las concepciones de espacio, tiempo y territorialidad son escenarios para el ejercicio del poder (que no es otra cosa que la capacidad de influir en el medio físico y social que nos rodea) y de la dominación ideológica (creencia socialmente compartida y creada para justificar el sentido y la forma en que los grupos hegemónicos emplean su poder); en las numerosas sociedades indígenas de tierras bajas el tiempo no es lineal ni inexorable, como acontece en la cultura occidental, sino dinámico y reversible, puesto que se puede volver al pasado y restaurar el orden futuro.
El espacio, a su vez, no es infinito, estático, unidimensional y concéntrico, puesto que todo progreso o desarrollo tienen límites, y éstos están marcados por la necesidad de mantener un equilibrio y una relación armónica con la naturaleza. Es en este sentido, por ejemplo, que entre los indígenas de la Amazonía, los cazadores saben que no deben cortar un árbol sin que lo necesiten y sin que antes no hayan solicitado permiso a los dueños del monte (que son los espíritus que protegen a los árboles); saben que cuando hieren a un animal tienen que perseguirlo hasta matarlo, pues si no es así el dueño de ese animal (su ente protector) podría enojarse y enviarles enfermedades o la muerte.
En este mismo sentido, cuando rompen una norma social, deben controlar al mito (que es la ideología según la cual la transgresión a la norma deriva en la enfermedad o la muerte) cumpliendo un rito (bailar, cantar, bañarse con agua fría en ayunas, quemar calucha de motacú, confesar su infidelidad a su pareja, entre otros). Así, antes de ir a cazar, deben pedir permiso a los dueños de los animales tocando flautas y tamboras, bailar e imitar los movimientos de antas, jochis, monos, taitetúes u otras posibles presas, y pagar con huevos de pato y monedas antiguas a los dueños del monte.
Entonces, el territorio y la territorialidad no se comprenden y configuran a partir de la capacidad de los individuos o grupos “de afectar, influir o controlar gente, elementos y sus relaciones, delimitando y ejerciendo un control sobre un área geográfica” (Sack, 1991, 194) sino más bien de la capacidad de encontrar equilibrio en la relación con el medio ambiente y sus múltiples componentes. Constatamos así que en el imaginario indígena, el territorio no es estático, pues no sólo es concebido como aquella superficie terrestre en la que sus antepasados, y ellos mismos, encontraron las condiciones necesarias para reproducirse; en ella, el territorio es hogar y fuente de vida de hombres, animales, plantas y espíritus míticos que habitan en los diversos planos de la realidad, sea en el agua, en los árboles, dentro la tierra, en el cielo o en la superficie. Después de haber convivido y de haber estudiado (algunos años) la vida y cultura de los pueblos indígenas de tierras bajas, diríamos que en estas sociedades, y quizás también en otras que no han perdido su relación vital con la naturaleza y con sus mutaciones cíclicas, el territorio es esa unidad entre tiempo y espacio que determina la conducta de los seres que habitan en él, es decir, de sociedades de humanos, animales, plantas y de seres espirituales existentes en la naturaleza.
En este contexto, el territorio organiza, estructura y define las actividades que realizan los miembros de los pueblos indígenas, incluyendo las prácticas de supervivencia, la educación infantil, los rituales, las fiestas y otras acciones individuales y grupales que son parte de su vida social. Incluso los cambios del día modifican el territorio, pues entre los mosetenes se sabe que cuando está amaneciendo y anocheciendo los niños pequeños no deben salir a caminar solos fuera de su hogar, porque podrían ser agredidos por los hichis[5] del monte. En este caso, la aparición y desaparición de la luz del sol permiten que el orden culturalmente establecido sea impugnado por el desorden, y la dimensión espaciotemporal en que la comunidad reside sea apropiada por los espíritus malignos del monte. De este modo, la frontera que separa a la luz de la oscuridad es parte del territorio de los hichis y durante este tiempo ningún miembro del pueblo puede oponerse con éxito a las reglas que ellos dictaminan.
En este contexto, el rechazo a que una carretera atraviese su territorio es comprensible pues las poblaciones indígenas tienen la experiencia de haber sido expulsados de su propio territorio, y empujados cada vez más hacia reductos recónditos y menos propicios para su reproducción sociocultural, producto de oleadas de migración espontánea o de movilización organizada por el Estado, con el objetivo de poblar un área (para la sociedad dominante) vacía, pues en su visión cultural, el desarrollo económico de la región sólo podría lograrse ocupando los espacios vacíos, sea con parcelas agrícolas y pecuarias o con poblados “civilizados”. Con relación a la territorialidad, la identidad y la pertenencia étnica, las políticas de desarrollo implementadas con mayor intensidad desde 1952 no sólo impactaron en el hábitat de la mayor parte de la Amazonía y llanura boliviana, producto de la construcción de carreteras y la fundación de poblados mestizo urbanos en el Chapare, Nor y Sur Yungas, Rurrenabaque o Riberalta, sino que también impactaron en los pueblos aborígenes de la región y en su capacidad de reproducción sociocultural, mediante procesos de colonización de tierras, de implementación de sistemas tecnológicos no aptos para el medio, de deforestación de sus bosques y de modificación de sus patrones de conducta espacial, mediante una ideología en la que la que la ciudad es sinónimo de desarrollo y modernidad, y por el contrario, el área rural (que para la sociedad dominante es “desconocido” y ajeno a sus conceptos de habitabilidad) es sinónimo de atraso, de salvajismo y de carencia de servicios “básicos”.
En este sentido, al concluir este breve análisis se debe considerar que con frecuencia, la coexistencia, en un territorio, de concepciones contrarias de espacio y tiempo, y por ende de territorialidad, ha supuesto la subyugación de una matriz cultural sobre otra, lo cual en la práctica ha derivado en procesos de dominación socioeconómica, en el desplazamiento de los vencidos hacia la periferia, en el despojo y la conculcación de derechos, producto de la concentración de poder en el grupo con que teniendo una noción espaciotemporal lineal y finita acumula riqueza (tierra y otros bienes), que al final se traduce en poder político, económico y sociocultural. De igual modo, la dominación de la sociedad occidentalizada ha supuesto una derrota al equilibrio ecológico, pues en su matriz cultural el hombre tiene derecho a ejercer dominio sobre la naturaleza, pues la ve como proveedora de “recursos naturales” y de mercancías (Crespo: 2006) que hay sólo que extraer. Por todo ello cuando los marchistas de 26 pueblos indígenas llevan ya diecisiete días de marcha, cabe preguntarse: ¿Las nociones de territorialidad de la sociedad dominante, del gobierno y de los marchistas son conciliables?, ¿Cómo entienden nuestros gobernantes el desarrollo? ¿El “Suma Qamaña”, o “Vivir Bien”, integra también la cosmovisión amazónica? ¿Qué es “vivir bien” para los indígenas de tierras bajas? ¿Qué modelo de desarrollo plantean unos para otros? ¿Desarrollo para quién? Sin duda, hay la necesidad de ampliar nuestro conocimiento de estas otras dimensiones del Vivir Bien y concepciones de desarrollo.
(*) Amilcar Zambrana es antropólogo y educador de CIPCA Regional Cochabamba.
Por una Bolivia democrática, equitativa e intercultural.